La evolución del Diablo

¿De dónde viene Satanás, o la idea que tenemos de él? Belcebú, Lucifer, Diablo... ¿Por qué tiene tantos nombres?

¡Muaja–jajajá! Se le conoce como Satanás, Lucifer o Belcebú. Es el maligno, el padre de la mentira, el príncipe de las tinieblas, el amo de los infiernos, el ángel caído, la bestia. ¡Es la personificación del mal! ¡Y también adorna las botellas de salsa picante! Pero ¿de dónde viene la idea de que existe un rey de los demonios y por qué tenemos esa imagen de él?

Detección de agentes

Si una fiera se acerca a nosotros nos conviene pensar que tiene un propósito, por ejemplo ¡comernos! ¡y mejor ponernos a salvo! Esta facultad que hace que pensemos que detrás de cada fenómeno existe una intención se llama “detección de agentes” y es posible que en tiempos primitivos también la aplicáramos a la lluvia, al viento o al fuego y pensáramos que debía haber otras  voluntades provocando su comportamiento… otras mentes, otros espíritus. Y aunque algunos espíritus, como la lluvia, podían ser tanto benéficos como destructivos, otros eran de plano malvados: ¡ningún espíritu bueno podría haberme causado esta urticaria en el trasero! ¡Augh!

Así, prácticamente todas las culturas desarrollaron la idea de algo parecido a los demonios.

En diferentes culturas

Entre los yokai japoneses está el Amikiri, responsable de las rasgaduras en las redes de los pescadores. Los acadios y sumerios tenían a Lamashtu, causante de las pesadillas, los terrores y la locura, y a Pazuzu, demonio de las tormentas, las plagas y las fiebres. Pero la idea actual del diablo, sobre todo en las religiones abrahámicas, tiene su raíz en la antigua cultura hebrea la cual, que como las otras culturas, también tenía espíritus que causaban daño: los mazikim, que podían provocar desde pequeños accidentes hasta hambrunas y terremotos. Esta idea de que hay una cantidad de demonios causando estragos a la gente persiste hasta la actualidad. Sin embargo, aunque toma características de ellos, Satanás no es descendiente de uno de estos espíritus. 

En el cristianismo

En el antiguo testamento la palabra “satán” aparece unas cuantas veces, pero siempre con un artículo antes: “el satán”. No se trata de un nombre propio, sino más bien de un cargo. Significa “el acusador”, y más que ser un enemigo de Dios, parece trabajar para él. Es quien acusa a Job de ser hipócrita: “Mira, Dios: seguro Job es piadoso sólo porque le ha ido bien en la vida. Pero si le quitas su salud, su riqueza y su familia seguro renegará de tí”. Dios lo escucha y manda un montón de calamidades sobre el pobre Job, quien, sin embargo, mantiene la fe. “El satán” viene a ser un sinónimo de “el fiscal” y no es malvado ni tiene un ejército de demonios, aunque seguro que sí te provocaría miedo que te acusara. ¿De dónde sale entonces la idea del “señor del mal”?

Sucede que alrededor del Siglo Sexto antes de Nuestra Era, una parte del pueblo judío estuvo bajo el dominio babilionio por más de 50 años. Ahí estuvieron en contacto con la religión llamada Zoroastrismo. Los zoroastrianos tenían una visión dualista de la vida: para ellos el universo era el campo de batalla entre las fuerzas del bien, representadas por el dios Ahura Mazda, y las fuerzas del mal, comandadas por Angra Mainyu, también llamado Ahrimán.  Tocaba a cada ser humano decidir a cuál seguir. 

Esto influyó en la mitología hebrea. Aunque el diablo no existe en las escrituras judías y Dios es el creador de todo lo bueno y lo malo, el zoroastrismo introdujo el mal como un principio separado, hasta que el término “satán” se convirtió en una entidad sobrenatural, haciendo al judaísmo más dualista. Si bien ningún demonio se podía igualar a Dios, podría haber alguno tan orgulloso que se rebelara contra él. De hecho, en la antigua religión cananea de la que surgió la judía, ya existía la historia del dios Attar, representado por el planeta Venus, que había intentado usurpar el trono del dios creador Baal, pero falló y fue exiliado al inframundo donde se convirtió en el gobernante. Venus es el lucero de la mañana, el portador de luz, que en latín se traduce como “Lucifer”.

Fue en Siglo Tercero antes de Nuestra Era cuando se tradujeron los libros del Tanaj hebreo al griego, y es la primera vez en la que a satán se le llama “diábolos”, que significa algo así como “el que lanza algo entre dos”, o sea “el que pone discordia”. De ahí pasó al latín como “diabolus” y al español como “diablo”. Y así se le menciona en el nuevo testamento: el diablo se le aparece a Jesús para ponerle tentaciones ¡y es vencido!

Mientras el cristianismo se expande por Asia Menor y Europa y se vuelve la religión más poderosa, todavía convive con las antiguas religiones y, en lugar de negar la existencia de los otros dioses, los cristianos los demonizan, es decir, los reinterpretan como demonios Los judíos ya lo habían hecho con Baal, a quien degradaron de dios creador a Baal zebub, o Belcebú: el señor de las moscas. 

Así, el diablo cristiano tomó varias características del dios griego Hades, gobernante del inframundo, que no era malo ni bueno, pero al que se le temía por su asociación con la muerte. Como Hades se relacionaba con las minas y las piedras preciosas también era llamado Pluto: el acaudalado, lo que también coincidía con la visión cristiana de que las riquezas eran una tentación más del pecaminoso mundo material.  El Tártaro, la parte de los dominios de Hades donde se castigaba a las almas impías, se convirtió en el infierno. La palabra Averno proviene del cráter Avernus, en Italia, que se creía que era la entrada al inframundo. 

Pero buena parte de la imagen que tenemos del diablo, con cuernos y patas de cabra, se la debemos al dios Pan: divinidad de los bosques, del deseo sexual y de los instintos salvajes. Pan era capaz de espantar tanto al ganado como a las personas: de su nombre proviene la palabra “pánico”. Muchas culturas de Europa, como los celtas, rendían culto a alguna versión del dios Pan, pero todas sus cualidades lo hicieron el candidato perfecto para identificarlo con el diablo mismo y durante toda la Edad Media y hasta tiempo después se perseguía a cualquiera que se atreviera a adorarlo. 

La Edad Media fue una época de auge para el diablo: aparecía en muchas historias y obras de arte y su representación como monstruo, mezcla de animales peligrosos, privado de belleza y alejado de lo que debería ser la armonía angelical o humana tenía un propósito didáctico: horrorizar a los pecadores con los tormentos del infierno. El color rojo, por su vinculación con el enojo, la sangre y el fuego, se asocia cada vez más con lo diabólico. Era una época en la que se pensaba que los desastres, los trastornos de salud e incluso las conductas humanas viles eran provocadas por Lucifer. Y a partir del Siglo Dieciséis, las historias de personas que hacen pactos con el diablo se vuelven más frecuentes, como en la leyenda del Doctor Fausto, quien prefería el conocimiento terrenal al espiritual. Empiezan las cacerías de brujas: se estima que entre 1560 y 1800 unas 100 mil personas fueron juzgadas por brujería. Y casi todas mujeres: el libro “Malleus Maleficarum” afirmaba que eran más carnales que el hombre, más propensas al pecado y a tener tratos con el maligno.

Visión reciente

A partir de la Ilustración, desde el Siglo Dieciocho, la ciencia le va ganando terreno al pensamiento mágico y se difunde la noción de que los males del mundo tienen explicaciones racionales. El diablo va perdiendo presencia y, aunque sigue en el imaginario popular, se va convirtiendo en una figura que se puede vencer, e incluso cómica. Su imagen se empieza a usar para promover productos comerciales. 

En el Siglo Diecinueve, los artistas del romanticismo como Lord Byron revaloran a Lucifer y, en vez de verlo como un ser malvado, lo ven como un héroe trágico, como un rebelde, más bien emparentado con el dios Prometeo. Posiblemente esta imagen romántica del diablo es la que inspiró a Anton LaVey a fundar la Iglesia de Satán en los años 60 del Siglo Veinte: ellos no creen en el diablo como un ente sobrenatural, pero sí tratan de reivindicar los valores de la ambición, el individualismo y el desafío a la autoridad. Y poco después, gracias a películas como “El Bebé de Rosemary”  y “El Exorcista” surgió el llamado satanic panic: la creencia de que había cultos que hacían sacrificios humanos y rituales de posesión demoníaca. Las investigaciones encontraron un número muy pequeño de delitos, pero ninguna evidencia de conspiraciones en gran escala.

En la actualidad el cine, la televisión y las canciones hacen uso del diablo como un personaje, a veces peligroso, a veces cómico, pero rara vez demasiado poderoso... y la mayor parte de las veces termina derrotado: se le ha perdido mucho el respeto. Lo que sigue sucediendo, desde las cruzadas hasta la actualidad, es que líderes de todo tipo satanizan a sus enemigos para poder atacarlos sin piedad. Y aunque la ciencia lo desacredite como un espíritu que interviene en nuestras vidas, el diablo quedará como un símbolo de los aspectos más oscuros del ser humano, similar a la sombra de la que habla Jung: esos impulsos primitivos que nos negamos a reconocer como propios y que, si no los aceptamos, pueden hacer mucho daño.

¡CuriosaMente!

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